domingo, 23 de septiembre de 2007
LOS HIJOS DEL SETENTA
En el magma de la cotidianeidad
Publicado en caras y caretas
Por: Silvia Bleichmar
A pesar de la masacre que significó la dictadura,
parte de quienes la sufrieron pervive en la generación
siguiente, la de sus hijos, hijos de desaparecidos, de
exiliados, de asesinados, de presos políticos. Que,
con esa marca en su identidad, viven y sueñan en el
magma de la cotidianeidad.
Ahí están. Hacen periodismo, teatro, cine,
Investigación en ciencias, enseñan en universidades y
escuelas, se instalan en el mundo convencidos de que
esperan que se parezca más a sus sueños algún día. Sus
padres sufrieron desapariciones y exilios, fueron
asesinados o lesionados gravemente, se dispersaron por
el mundo llevando unas espigas en los bolsos de viaje,
algunos alfajores en las valijas, ponchos negros,
rojos, blancos, fotos de familia y de amigos
entrañables.
Ellos mismos, víctimas de exilios exteriores o
interiores, cantaron canciones patrias de otras
tierras que no les significaban nada, fueron a
colegios en los cuales tuvieron que callar lo que les
producía el sufrimiento y en los cuales los trataron
como extranjeros, descubrieron precozmente la
exclusión y aprendieron que la solidaridad es un
ejercicio cotidiano sin el cual la supervivencia se
hace imposible. Muchos de ellos fueron despojados de
su identidad y arrojados al vacío de sentido de una
existencia construida contra las razones de su propio
nacimiento: engendrados para sostener con vida la
esperanza, como un acto extremo de afirmación y
persistencia, la expropiación los desnudó de las
envolturas simbólicas, de las frases y palabras, de
los nombres y destinos que sus padres soñaron para
ellos.
Y sin embargo allí están: testimonio de la fuerza y de
las reservas morales de una generación que se negó a
su destitución y que los sostuvo no sólo a fuerza de
reminiscencias sino de proyectos. De una generación a
la cual injustamente se la acusó de deificar la
muerte, cuando estos hijos dan cuenta del profundo
anhelo de vida que la agitó.
Rescatados no sólo por el amor de la familia sino por
la convicción de gran parte de la sociedad que había
asistido a la infamia más brutal de la historia
argentina en el siglo XX, fueron sus abuelas quienes
lograron no sólo su recuperación sino generar en el
conjunto de la sociedad la convicción de que no se
trataba de un asunto privado, de un "derecho de
familia", sino de una garantía necesaria para poder
consolidar a las futuras generaciones sobre
asentamientos más justos y seguros.
Cuando cada uno de estos niños recupera una identidad
expropiada, se convierten en un paradigma de la
sociedad toda: sólo el retorno a nuestros padres
fundacionales, después de tanto apropiador que nos
despojó de raíces y proyectos de origen, puede reparar
nuestro exilio de más de un siglo de un país que no
nos permitió su apropiación.
Las derrotas no se pueden medir por las batallas
perdidas sino por la propuesta para las generaciones
siguientes. La derrota es mucho más que un
reconocimiento de los límites de la lucha, es la
renuncia definitiva a nuevas batallas, la despedida de
todo aquello por lo que se ha peleado. Conlleva,
incluso, la renegación de los objetivos sostenidos.
Los derrotados se arrepienten no sólo de sus propias
acciones sino incluso de aquello que los motivó a
realizarlas. En esto consiste la derrota, porque se
puede revisar el camino recorrido y los abismos a los
cuales uno se asomó sin por ello renunciar a seguir
caminando.
El golpe del 76 no derrotó a una generación: la
masacró, la expulsó de la Patria, la encarceló y
torturó, y brutalmente pretendió arrancarle no sólo
sus proyectos políticos sino sus sueños e ideales:
tornarla cínica, despojada de carácter, acomodaticia
con las circunstancias, reducida a lo posible.
Se le propuso a cada argentino llevar hasta el extremo el
individualismo de salvarse sólo, el terror de ser
dañado no por los represores sino por los amigos que
estaban en riesgo, ya que su propio destino podía
alcanzar como onda expansiva a quienes los rodeaban.
También se les ofreció a cambio de la moral un bono
para canjear justicia por chatarra comprada con el uno
a uno: un ser humano por una videocasetera, la
educación por el shopping, un torturado por un viaje a
Disney, la vista gorda por unas vacaciones en el
Caribe,... Esta fue la herencia moral que pretendieron
dejar los dictadores de los setenta.
Y sin embargo, en estos chicos que siguen negándose a
concebir al otro como un enemigo, que escriben y hacen
música, estudian y enseñan, se juntan en los recitales
de rock y cantan a voz en cuello, crispados o irónicos
"La argentinidad al palo" para levantarse al día
siguiente y trabajar, cambiar los pañales de sus
hijos, buscar la supervivencia cotidiana, rastrear en
la historia para entender, una vez más, quiénes son,
de dónde vienen, por qué nos pasó lo que nos pasó,
cómo levantarnos de nuestros propios abismos... En
estos chicos la derrota se arrincona, expulsada cada
vez más a los límites extraterritoriales de los
fantasmas colectivos y no de las acciones diurnas que
la desmienten.
Por eso los hijos del setenta nos conmueven: son como
una parte de nosotros mismos que nacieron, ya,
atravesados por una experiencia que los hace desplegar
lo posible sin renunciar a lo anhelado. Maduros desde
chiquitos, obligados a ser responsables desde siempre,
atravesados por la Historia, tratando de apropiarse de
ella, lvan a la búsqueda de los sueños de las
generaciones anteriores.
Y como Sebastián, el "Nieto 82" recuperado, cuando abraza a sus abuelos y los
consuela de tanto tiempo perdido, saben que para ellos
el tiempo por delante se tiñe de sabores y olores
anhelados, aún sin imágenes ni nombre.
[Silvia Bleichmar, psicoanalista, murió el 15 de
agosto de 2007, a los 62 años]
martes, 18 de septiembre de 2007
Una cita anual
Ese Uno personal que se disuelve en el Nosotros de la Historia.
Por Norma Morandini

lunes, 17 de septiembre de 2007
LAS PREGUNTAS DE LOPEZ
OPINION
"Jorge López es el nombre, a un año de su desaparición. El primer y único desaparecido político de la democracia."
Por Eduardo Aliverti
No llama la atención, porque así funciona el mundo, que nombres que dicen muy poco, casi nada o nada directamente, como elementos novedosos, sean considerados sustanciales en el andar de las noticias. Y que otros, que dicen entre mucho y demasiado, queden atrapados entre el olvido y la ignorancia. O en la indiferencia, que es peor aún. El tema es no acostumbrarse a ese funcionamiento. Es rebelarse contra eso.
Un nombre como el de Eduardo Duhalde, ya registrado en la memoria colectiva como sello de transa, conspiración, clientelismo, represión y cuanto término denostador quiera agregarse, volvió a los alrededores del centro de la escena desmintiendo su promesa de abandonar la política. Y de la misma manera en que ayer nadie le creyó y en que hoy aparece el papelón como lo único que podría esperarle, no es del todo antojadiza su vuelta al primer plano en rol de, por ejemplo, articulador de los pedazos sueltos y patéticos del viejo y no tan viejo partido peronista.
¿O acaso él, Duhalde, no ejerció la primera magistratura en el papel de bombero del incendio que contribuyó a generar desde un lugar protagónico? ¿Es tan loco imaginar que, fracasados en octubre próximo los militantes del Museo de Cera, reaparezca Duhalde juntando cadáveres para transformar al cementerio en jardín de paz? Pero entonces: ¿eso querría decir que su nombre sí dice mucho? No: significaría que el vacío político de la Argentina es tan grande como para permitir la reintroducción de cualquier pelafustán. No hay novedad.
Los nombres que se terminaron de decorar en el cierre de las listas electorales tampoco revelan nada que no sea la permanencia de una suerte de oligarquía tribal, manejada y negociada por las lapiceras de turno. El punterismo, la farandulización, las esposas de, los cambios de distrito como si tal cosa, los adversarios irreconciliables de toda la vida compartiendo boletas, las negociaciones hasta el último minuto como en un mercado de pases donde da exactamente igual jugar para cualquier equipo.
Duele horrores decir esto porque contribuye a la construcción de la berretísima perorata “antipolítica”, conocida últimamente como “discurso taxi”, pero tampoco se trata de ceder a la extorsión de quienes piden silencio ante sus trastadas, a cambio de no alimentar un clima favorecedor del “qué más da”.
Son ellos los grandes nutrientes de que la población se desentienda de responsabilidad por las cosas públicas. Macri con aliados que al mismo tiempo son rivales, el kirchnerismo cerrando trato con los aparatos mafiosos del conurbano bonaerense, Carrió dispuesta a correrse a un discurso menemista con tal de quitarle votos al oficialismo.
¿Dicen algo novedoso esos nombres y esas actitudes? ¿Y dicen algo novedoso los choques entre Moyano y Barrionuevo? ¿O los técnicos que siguen desplazando del Indek a favor de que los precios sólo sean los de la casa del Gran Hermano K? ¿O quienes nominan tasas de interés que ya se acercan a altura crucero? ¿O los responsables directos de las recurrentes patoteadas en Santa Cruz, ahora con ataques de Gendarmería que sólo se distancian de Sobisch y Fuentealba por la sutil diferencia entre heridos y muerto?
No hay nada de novedoso en todo eso. Ni siquiera –al contrario– por el hecho de que todo eso se da en el clima de conformismo, pasividad o resignación con que el grueso de la sociedad atiende la marcha del país. De no ser así, no estaría hablándose de la ventaja al parecer indescontable que la candidata oficial lleva sobre sus contendores. Lo admite la propia oposición. Algo similar ocurrió durante el primer mandato ratuno, sin que signifique comparar a los unos y los otros.
La aceptación social generalizada, entonces y ahora, llevó a tomar los problemas más graves, o más dramáticos, o más evidentes (la corrupción generalizada) como secundarios.
Hay un nombre, en cambio, que sí dice mucho; y que podría decir más todavía si llegaran a desbandarse singularmente todos o algunos de los números de la economía, para aprovechamiento de la más peligrosa de las derechas. Jorge López es el nombre, a un año de su desaparición. El primer y único desaparecido político de la democracia.
Bandas orgánicas o inorgánicas de Policía Bonaerense y milicos retirados secuestraron a López, testigo clave, con una impunidad y logística impecables. El Estado no hizo más que mostrarse impotente para descubrir a sus captores. Su aparato de inteligencia es simplemente un desastre, a menos que quiera caerse en la teoría conspirativa u ortodoxia ideológica de que por un lado va el discurso progre y que, por otro, no le viene mal dejar correr algún grado de temor social. En ese caso no podría hablarse de ingenuidad o impotencia, sino de complicidad.
El periodista todavía abona lo primero, o quiere creerlo, sin que eso implique mayor tranquilidad. Al revés, en buena medida: si pudieron chuparse a López y el control del Estado sobre las herencias operativas de la dictadura es asimilable al de un perfecto idiota, se está en situación potencialmente más grave, porque uno con el enemigo sabe de qué y por dónde vienen las cosas. Pero con los idiotas todo se complica, porque inclusive llegan a ser objetivamente más peligrosos que el enemigo mismo.
La hipótesis es que lo bueno que este gobierno pueda haber operado en lo que llamaríamos la “institucionalidad” de los derechos humanos (ya es un recitado: cambios en la Corte Suprema, anulación de las leyes de impunidad, modesto impulso a la reanudación de los juicios, desalojo de la ESMA) no fue ni es acompañado por un trabajo eficiente de auténtico desmantelamiento del aparato represivo.
Hay gestos de vidriera, pero no se ven resultados de labor en las cloacas. Y esa carencia no sólo se comprueba en aspectos vinculados ostensiblemente con la revisión y sanción del genocidio, con episodios extremos como la desprotección y desaparición de un testigo: ahí están el gatillo fácil, las golpizas y los abusos sexuales en las comisarías, las estructuras judiciales intocadas, la ley “antiterrorista”, las bandas de las agencias de “seguridad”, los entramados con el manejo de la droga.
A un año de su desaparición, las preguntas sobresalientes son dos. ¿López como aviso aislado de lo que no podrán desarrollar porque se operará a hueso sobre el andamiaje de represión? ¿O López como advertencia de lo que llegado el momento se mostrará como un monstruo más grande, que no se quiso desactivar?
domingo, 9 de septiembre de 2007
Parque de la memoria
Es un parque
Por José Pablo Feinmann
Es un parque. Un espacio que se recorta en el espacio y recupera en esa interioridad un sentido. Lo recupera porque ese sentido suele extraviarse, perderse en las zonas protectoras del olvido. Es un parque contra el olvido. Una sociedad vacila –siempre– entre la memoria y el olvido. Sobre todo si el terror la hirió y de esa herida quiere salir.
Del terror que nos reclama desde el pasado se sale mal y se sale bien. Mal, cuando la sociedad elige olvidar, hundir en algún recoveco de la conciencia todo cuanto reniega, eso de lo que no quiere hacerse cargo. Lo que se olvida pasa a segundo o a tercer término. O no tiene término: cae en un socavón oscuro que, algunos suelen llamar inconsciente colectivo.
El olvido es –sin embargo– persistente. Todo lo negado persiste en la conciencia, persevera. Lo negado engendra peste. Una patología devastadora que enferma a los pueblos. Hay una frase que se utiliza en estos casos y dice que los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo. La frase exige a los pueblos recordar lo malo para no sufrirlo otra vez. Es una frase-advertencia. Pero los pueblos no creen en las advertencias. Las advertencias advierten sobre el futuro y los pueblos –que son las personas, cada uno de los desvalidos seres que habitan este cascote que llamamos “mundo”– quieren habitar el presente, dado que el pasado quieren olvidarlo y el futuro los asusta. Nada más cómodo que olvidar. Hagamos una prueba. Usted, que lee estas líneas, no sabe aún de qué tratan. Supongamos que ahora, sin aviso ni preparación previa, yo le arrojo una cita de un libro de Pilar Calveiro: “Muchos militantes murieron por efecto de la ‘pastilla’. Sin embargo, ya en 1977, el personal de algunos campos sabía cómo neutralizar el efecto del cianuro y podía revivir a una persona ‘empastillada’.
Obviamente pasaba del médico al torturador; sacar a alguien del envenenamiento ya había insumido un tiempo importante, por lo que la tortura se ‘debía’ aplicar de inmediato e intensivamente para obtener información” (Pilar Calveiro, Política y violencia.
Una aproximación a la guerrilla de los años ’70, Norma, Buenos Aires, 2006, p. 181). Algunos dirán: yo no quería saber esto. Otros: si leo este diario me lo tengo que bancar. Otros: yo no leo más, bastante tengo con mis problemas de hoy. Aun el mejor intencionado, el más abierto a los temas de los derechos humanos sentirá un horror inocultable: ¿no bastaba con tomar “la pastilla” para salvarse del horror de la tortura? No.
La búsqueda de información (a la que, recuperando la instrumentalidad, la racionalidad del terror nazi, se llamó acción “de inteligencia”) bloqueó esa salida al militante (armado o no, clandestino o de superficie) que buscara ese último refugio: morir. Hubo médicos que estudiaron cómo limpiar a los “empastillados”. Porque para esa tarea se necesita a un médico. Un médico certero, eficaz. Que no estudió para eso pero que ahora pone ese saber al servicio de la búsqueda de información. “Tráiganlo, póngalo ahí, lo limpio y se los entrego.” Acaso con cierto alivio habíamos pensado que para muchos la pastilla entregó la posibilidad de eludir el tormento. Tal vez usted, que lee este horror desatinado que me permito arrojarle, tenía un amigo y le dijeron que había tomado la pastilla. Ahora no sabe si el saber del terror planificado e instrumental lo limpió y lo entregó a los torturadores. Seguramente no tolera imaginar (porque es inimaginable) el padecimiento de un ser que despierta y descubre que no, que no murió, que su pastilla fue conjurada y que le espera todavía lo peor.
Así murieron muchos. Y tenemos la obligación de recordar ese horror. No porque si lo recordamos no volverá a repetirse sino porque recordarlo es aún nuestra posibilidad de habitar sanamente en este país y hasta en este mundo. Una moral es posible: la de no olvidar el horror y la de pensarlo sin claudicaciones. El Estado argentino llegó a los extremos de la abyección para pelear una “guerra” que consideró parte de otra: la de Occidente contra el comunismo, la “Guerra Fría”.
Esa guerra fue “fría” entre las potencias que encarnaban cada uno de los dos bloques. Pero fue caliente en los países del Tercer Mundo: en Vietnam y en América latina. Aquí, en el patio trasero del Imperio, había que aniquilar cualquier foco de resistencia. Otra Cuba, jamás. De este modo, “ni el socialismo democrático de Allende, ni un peronismo de raíz nacional-popular con influencia de sectores radicalizados, ni la alianza política de la izquierda uruguaya con fuerte presencia del comunismo, a pesar de sus diferencias ostensibles, resultaban ‘tolerables’ para un proyecto de apertura y penetración profunda de las economías, las sociedades y los sistemas políticos que no admitía freno ni contraparte” (ibid., p. 189).
Ese “peronismo de raíz nacional-popular con influencia de sectores radicalizados” (que se identificaban también como peronistas o como trotskistas) fue el masacrado en los campos de la dictadura. Su suerte ha sido tan turbia que –además de morir tan malamente– todavía es cuestionado por una izquierda “anti-populista” o “social-demócrata” que jamás inquietó al Estado desaparecedor y que pudo permanecer casi intocada.
Algunos demoran demasiado en entender la explosividad que esa mezcla de marxismo, populismo, nacionalismo hegeliano, “negrada peronista” y hasta ese líder, Perón, que siempre se le atragantó a los Estados Unidos (hiciera o no “buena letra”) representaba para los sectores dominantes de la Argentina y para el Imperio transnacional, el que dio la orden para la matanza por medio de su más eficiente y vigoroso criminal de guerra, Henry Kissinger: “Mátenlos, pero que sea antes de Navidad”.
Ahora camino por el Parque de la Memoria junto a Marcelo Brodsky, que empuja el proyecto desde la Asociación Civil Buena Memoria. Es la mañana de un sábado y el río perdió la línea del horizonte porque una niebla intempestiva lo sofoca. Raro, pensamos. Cuando salimos desde el centro de la ciudad hacia la costa del Río de la Plata el sol nos sorprendió y hasta nos dijimos que al fin aflojaba este invierno duro. Aquí, en la costa, no.
Está húmedo y el río se ve gris y la niebla semeja –lo sé: es una metáfora previsible, pero no la puedo evitar porque así ocurrió, porque la realidad es, a veces, evidente, lineal pero siempre temible pues revela lo oculto por ausencia o por presencia excesiva– un sudario, una mortaja: ahí los tiraron, algunos ya estaban muertos; otros, demasiados, no.
El Parque de la Memoria exhibe, para quienes entren en él, para quienes quieran recordar, el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado. Son unos muros largos con nombres, nombres, tantos nombres como infinito fue el terror. Uno no puede evitar estremecerse por las edades de las víctimas: veinte años, dieciséis, veinticinco, dieciocho, veintitrés, catorce. Hay, también, “veteranos”, “hombres de edad”: treinta y dos años, veintinueve, treinta y uno, treinta y tres. Los torturaron, los mataron y los tiraron a ese río en que el monumento desemboca con una coherencia escalofriante: cuando terminamos de leer los nombres (que están ordenados por años: los desaparecidos en el setenta y cinco, en el setenta y seis, en el setenta y siete y así hasta el ochenta y tres) estamos, nosotros, frente al río.
Alguien se acerca a Marcelo. No sé quién es. Juro que no lo conozco, pero pareciera pertenecer a los que han participado en el proyecto. O no: por lo que pregunta, digo. Porque su pregunta dice: “No sabía que iban a estar también los nombres de los muertos en combate”. Marcelo no duda: “Por supuesto”, dice. Marcelo tiene un hermano desaparecido. No “en combate”, pero sí “desaparecido”. Como todos. Porque todos están desaparecidos. Porque no hay desaparecidos buenos y desaparecidos malos. No hay desaparecidos “inocentes” y desaparecidos “culpables”.
El monumento no es para los que desaparecieron aunque “no tenían nada que ver”. O sólo eran “inocentes perejiles”. El Monumento es para las Víctimas del Terrorismo de Estado. Es, también (seamos rotundamente claros), para Roberto Santucho, que organizó el nefasto ataque a Monte Chingolo y le hizo más fácil todavía el golpe a Videla además de llevar a la muerte a demasiados militantes que creyeron en su delirante propuesta: organizar el ataque guerrillero más importante desde el asalto al Moncada. Ni yo ni Pilar Calveiro, por ejemplo, tenemos la menor simpatía por Santucho.
Hemos tenido enormes y agrias diferencias con los que eligieron los fierros en lugar de la política. Con los que se apartaron para siempre de todo proyecto popular a partir del asesinato alevoso y no confesado de José Rucci. Escribí un largo ensayo contra la violencia y los violentos, los que se escindieron de las bases, los que se sustantivaron en una estrategia ciega y militarista que se extravió a sí misma reproduciendo en su interior el orden militar al que creían oponerse. Pero aquí, hoy, todos, ellos y los otros (insisto: todos) son mis compañeros y los de Marcelo. Porque ninguno merecía morir como murió. Ninguno merecía la muerte por desaparición. Ninguno merecía no ser entregado a sus familiares para que, al menos, pudieran velarlo y enterrarlo como se vela y se entierra a un hijo o a un hermano o a un amigo. No importa el número de muertos que provocó la guerrilla.
La derecha de este país se empeña en subir esa cifra como si eso pudiera “empatar” la cuestión. Como si eso pudiera consagrar la teoría que postula la existencia de “dos demonios”: la guerrilla y el poder militar. ¿Quién sabe cuántos murieron en enfrentamientos si los enfrentamientos se fraguaban? ¿Qué “guerra” es la que origina seiscientos u ochocientos muertos de un lado y treinta mil del otro? (“Dos mil de los cuales eran judíos”, como me dicen los dirigentes de la AMIA, que también tendrá su monumento a las víctimas del atentado terrorista que sufrió a manos de un “autor intelectual” que ellos conocen bien y de cómplices de adentro que también conocen y son los mismos que ejercieron el terrorismo de Estado que fue, además, rabiosamente antisemita.
Me lo dicen un día viernes mientras, invitado, almuerzo con ellos. “La mayoría de esos jóvenes judíos postulaban que el Estado de Israel es la cuña del imperialismo en Medio Oriente”, les digo con deliberada aspereza. “No importa”, me responden, “eran judíos”.) Pero hay algo que diferencia de modo definitivo a los muertos del Estado terrorista y a los muertos de la militancia de la izquierda peronista, obreros, profesionales, universitarios, guerrilleros, perejiles y familiares, amigos o “tímidos”.
Los de un lado (el Estado y el Ejército que impuso el plan neoliberal de Martínez de Hoz o Walter Klein, los socios civiles, abundantes, del terror) pudieron tener a los suyos y velarlos y sepultarlos.
Los otros, no. Las víctimas del Estado desaparecedor no están. Se esfumaron, como dijo claramente Videla. Para que nadie los olvide se hace este Parque de la Memoria. Es una herida en la ciudad, un gesto testimonial, valiente, que habrá que cuidar de la injuria de las hienas y visitar asiduamente para estar ahí, cerca de ellos, inocentes todos, porque el que muere sin justicia, sin defensa, sin ley, con su cuerpo escamoteado al amor postrero de los suyos, es inocente, estemos o no de acuerdo con lo que hizo cuando vivía, aunque discutamos hasta el final de nuestras vidas qué estuvo bien, qué estuvo mal. Porque muchos errores sin duda se cometieron para que todo terminara tan mal.
Pero esa generación creyó que podía cambiar el mundo, hacerlo mejor, tener ideales y jugarse por ellos. Pocos, hoy, creen en esas enmohecidas vehemencias del pasado.
domingo, 22 de julio de 2007
¡Bienvenidos Hijos del Exilio!

VENTANA A LA PLAZA DE MAYO
Osvaldo Bayer
Estuve con ellos, vinieron a mi casa y nos reunimos allí. Se anunciaron por teléfono como "Hijos del exilio" y que habían formado un grupo con ese nombre. Les di un abrazo a todos ellos y ellas. Como si hubieran sido mis hijos o mis nietos. Los que vinieron, por su juventud me di cuenta que habían nacido en otras tierras.
sábado, 26 de mayo de 2007
el siglo del genocidio

Genocidio Armenio: la tragedia y la farsa
Por Atilio A. Boron
El Siglo del Horror, el veinte, con sus bombas atómicas, el NAPALM, los bombardeos masivos y sus daños colaterales, es también y antes que nada el siglo del genocidio. El primero fue perpetrado por el Imperio Otomano en contra de los armenios: un plan sistemático de terrorismo de Estado elaborado y ejecutado para exterminar a una minoría. O, como diríamos hoy, para efectuar una “limpieza étnica”.
Si bien las estimaciones varían se calcula que entre el 24 de abril de 1915, fecha en que unos 800 intelectuales y artistas armenios fueron pasados por las armas, y 1923, fueron ultimados cerca de un millón y medio de hombres, mujeres y niños.
Hubo antes un ensayo, en Adaná, en 1909, cuando treinta mil armenios fueron aniquilados impunemente. La indiferencia universal convenció a los fanáticos que sus planes no tropezarían con obstáculo alguno y, en 1915, estallada la Primera Guerra Mundial, lo pusieron en marcha. Como el Imperio Otomano se alió a Alemania y Austria, la derrota de éstas precipitó su catastrófico derrumbe, abriendo las puertas a la república. Pero sería la consolidación de la Revolución Rusa lo que pondría fin al martirio de los armenios.
Este primer genocidio no alcanzó a conmover la conciencia de los líderes del “mundo libre”. Sólo después del Holocausto de los judíos la figura del genocidio quedaría incorporada al Derecho Penal Internacional, en 1948. Sin embargo, el armenio no goza de buena prensa y sigue soterrado bajo una espesa conspiración de silencio.
La República de Turquía, como estado sucesor del Imperio Otomano, ha hecho del “negacionismo” su divisa: el genocidio no existió. Armenia era la “quinta columna” de los rusos y los enfrentamientos bélicos, los desplazamientos y los infortunios propios de la guerra fueron los que produjeron las bajas. Si el genocidio fue una tragedia, el “negacionismo” es una farsa y una infamia casi tan dolorosa como las masacres que intenta encubrir.La abierta complicidad del imperialismo explica el éxito de esta tentativa. Aliada estratégica de Estados Unidos y miembro de la OTAN, Turquía ocupa un lugar principalísimo en el dispositivo militar norteamericano. Desde su territorio se vigila eficazmente a Rusia, como antes a la URSS; se monitorea el Mediterráneo oriental y se controlan los altamente volátiles enclaves petroleros del Medio Oriente.
Junto a Israel y Pakistán, Turquía es uno de los gendarmes privilegiados de Washington y la “ayuda militar” que le proporciona sólo es superada por la que se destina a Israel y Egipto. Según la Casa Blanca el régimen de Ankara es “un aliado fundamental en la guerra global contra el terrorismo, la reconstrucción de Irak y Afganistán, y el establecimiento de una democracia pro-Occidental en la región”.
El Informe del 2005 sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado exalta las “elecciones libres y la democracia multipartidaria turca”, pero debe reconocer que “pese a los progresos persisten todavía serios problemas en materia de derechos humanos: restricciones políticas; asesinatos ilegales (sic); torturas; detenciones arbitrarias; impunidad y corrupción; severas restricciones a la libertad de prensa, palabra reunión y asociación; violencia contra las mujeres y tráfico de personas”. ¡Menos mal que hubo progresos en estas materias! Claro que tratándose de un aliado incondicional estas cuestiones no son importantes.
En marzo de este año John Evans, a la sazón embajador estadounidense en Armenia, fue emplazado por la vitriólica señorita Condoleezza Rice a rectificar sus imprudentes declaraciones formuladas en la Universidad de California/Berkeley reconociendo que las matanzas de 1915 se encuadraban en la definición de genocidio de las Naciones Unidas. Evans violó un tabú y su franqueza le salió cara. Días después fue removido de su cargo, y con modales no precisamente diplomáticos.
El “negacionismo” turco no sólo encuentra un sólido apoyo en Estados Unidos. Cuando en el 2001 el Parlamento francés reconoció la existencia del genocidio el gobierno de Chirac se apresuró a “cajonear” lo resuelto por la Asamblea y a dejar sin efecto sus consecuencias.
El reconocimiento del genocidio armenio es una penosa asignatura pendiente que requiere de urgente reparación. Los infatigables reclamos de la comunidad Armenia a nivel internacional han impedido que el tema cayese completamente en el olvido.
El tan anhelado ingreso de Turquía a la Unión Europea es una ocasión inmejorable para exigir el abandono de la política “negacionista” especialmente cuando se comprueba que la perversa afición de los círculos gobernantes de Ankara por la “limpieza étnica” persiste hasta nuestros días. Sólo que las víctimas ahora son los kurdos: 3 mil aldeas fueron arrasadas en los ochenta y los noventa del siglo pasado, y dos millones de kurdos fueron desplazados de sus lugares de residencia, prohibiéndoseles hablar en su lengua, poner nombres kurdos a sus criaturas y vestirse con los colores que los distinguen.
El genocidio kurdo, también practicado por Saddam Hussein con la anuencia de Washington, continúa con la complicidad y el beneplácito de los celosos custodios de la democracia y los derechos humanos a ambos lados del Atlántico norte: los Bush, Blair, Berlusconi, Aznar y otros de sus ralea, que hicieron de la duplicidad y la hipocresía su razón de estado, condonando masacres y asesinatos a mansalva en la medida en que favorecieran sus intereses.
Reconforta saber que la lucha de la diáspora armenia no ha sido en vano, y que más pronto que tarde la verdad y la justicia habrán de prevalecer. Hay gente valerosa en Turquía que se ha fijado las mismas metas. La novelista Elif Shafak es una de las tantas que luchan contra las mentiras oficiales. “Si hubiéramos sido capaces de reconocer las atrocidades cometidas contra los armenios –declaró hace poco– habría sido mucho más difícil para el gobierno turco cometer nuevas atrocidades contra los kurdos.”
Dada la explosiva situación imperante en la región convendría tomar nota de su observación, y recordar que los genocidios del pasado siglo fueron posibles gracias a la complicidad del imperialismo y sus aliados.
jueves, 24 de mayo de 2007
Debate por el Museo de la Esma
Los organismos de DD.HH. piden que el Museo de la Memoria ocupe todo el lugar.
Susana Colombo.
scolombo@clarin.com
Nos corresponde todo el predio de la ESMA y lo seguiremos peleando." La frase es de Nora Cortiñas, miembro de las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora. "No es sólo un rinconcito lo que queremos", la apoyaron otros dirigentes de los derechos humanos, preocupados por el proyecto oficial para construir el Museo de la Memoria en el Casino de Oficiales de la ESMA, lo que dejaría libre el resto de ese gran predio porteño para que sigan funcionando algunas dependencias educativas de la Armada. Aunque entre los organismos de derechos humanos se plantean disensos por los diferentes criterios que cada uno esgrime para la estructuración del Museo de la Memoria, la información de que sólo se les concedería —hasta ahora— el Casino de Oficiales los llevó a abroquelarse: los une el malestar de no saber todavía el futuro del resto de las instalaciones, algunas de las cuales la Marina forcejea por conservar.
"El predio tiene una unidad para la memoria", explicó Lila Pastoriza, ex detenida de la ESMA. Si el cautiverio se concentraba en el Casino de Oficiales, "los secuestrados, encapuchados, entraban por la puerta principal". Fuera del Casino, "estaban la imprenta, las panaderías y otros lugares donde, pasado el tiempo de las torturas, eran obligados a trabajar los detenidos".
El tema del Museo divide a los organismos de derechos humanos. Las Abuelas de Plaza de Mayo hablan de la posibilidad de aceptar que haya en el lugar una escuela técnica de oficios. Pero otras entidades sólo aceptarían centros de capacitación de derechos humanos. Patricia Valdez, titular de Memoria Abierta, admite que habrá intensos debates por la cuestión: "Llevará por lo menos dos años instalar el Museo", explica. Y considera indispensable el aporte de museólogos y arqueólogos. Jorge Watts, de la Asociación de ex Detenidos, puntualizó que lo más importante será "preservar judicialmente el edificio y no permitir tocar nada que puede ser prueba para juicios que están pendientes". Graciela Kullock, de la misma entidad, señala que no se han hecho excavaciones en el Campo de Deportes, "donde se supone que puede haber restos de desaparecidos".
A la discusión también se suma el jefe de Gobierno, Aníbal Ibarra, quien difiere con el proyecto del Gobierno nacional para la ESMA y precisó que "las 17 hectáreas del terreno le pertenecen a la Ciudad". También dijo que ya tiene agendado acompañar al presidente Néstor Kirchner, cuando se concrete la anunciada visita al lugar.
El próximo 24 de marzo, a los 28 años del golpe de Estado de 1976, el presidente Kirchner anunciará públicamente que la ESMA, símbolo del terrorismo de Estado, se convertirá en Museo y Archivo de la Memoria.
Para Ibarra, en algunos de los inmuebles puede ser que se instalen escuelas o colegios técnicos. El jefe de Gobierno porteño reivindica dos leyes de la Legislatura, que surgieron de los proyectos de la entonces diputada Alicia Pierini. La primera, de 1998, declara de interés histórico el edificio de la ESMA, y le asigna preservación de los inmuebles. La segunda, ley 392, del año 2000, plantea el pedido de "revocación de la cesión del terreno ocupado por la Marina".